DIRCOM Michael Ritter para El Cronista. Es fundamental que se escuche la voz de los CEOs como líderes sociales y económicos. Pero no es suficiente si son solo unas gotas en un mar de odios.
Ver nota original: https://www.cronista.com/columnistas/el-ceo-un-animal-politico/
Allá por 2013, cuando publiqué mi ensayo "El valor del Capital Reputacional", decía que la comunicación no comercial de las empresas no era ni corporativa ni institucional, sino política porque mientras que el objetivo de la comunicación de marketing es persuadir a los consumidores para que elijan u opten por un determinado producto o servicio, la comunicación política de las empresas busca ganar el apoyo de sus diferentes stakeholders a las causas de la organizaciones en la defensa de sus intereses más amplios. También sostuve que la línea editorial de esa comunicación política-empresaria debía bajar indefectiblemente del CEO y su comité ejecutivo y ser coherente y consistente.
Porque la realidad es que cuando el CEO de una empresa debe lidiar con una crisis importante; debe tratar de influir sobre la legislación de una ley que, así como está planteado su proyecto, va a perjudicar a su empresa o a su mercado; o está llamado a defender la "licencia social para operar" de su compañía ante un grupo de activistas que ponen en duda esa legitimidad, el que tiene que tomar la palabra es el CEO y cuando lo hace eso es claramente comunicación política.
Hoy las actividades o los intentos empresarios de moldear la política gubernamental en formas favorables para sus empresas son algo natural en los países democráticos. Actualmente, todas las grandes empresas cuentan con directores de asuntos públicos, e incluso gubernamentales cuando operan en mercados regulados, y ya nadie cuestiona que la actividad política empresaria es necesaria para mantener y desarrollar el negocio en un marco dé ética corporativa.
Es que el entorno político actual de las empresas no se parece en nada a lo que hemos visto en el pasado ya lejano cuando hablábamos de la globalización. Hoy, los CEOs se encuentran en un entorno complejo que se mueve y modifica a un ritmo acelerado, con pocas barreras de seguridad y mayor grado de incertidumbre. Resultados que son difíciles de predecir y con tiempo para reaccionar cada vez más limitado. Pandemia, revueltas sociales, instituciones del Estado débiles o gobiernos autocráticos, políticas económicas restrictivas, usted póngale el nombre.
Por otro lado, hoy cualquier CEO que en una entrevista periodística parezca no estar preparado en asuntos políticos de interés público puede ser visto como distante en el mejor de los casos y poco auténtico en el peor.
Todo esto lleva a la conclusión que los inversores de hoy enfrentan un aumento dramático en el perfil de riesgo político de lo que supuestamente eran mercados desarrollados de mediano o bajo riesgo. Riesgo que hace una docena de años parecía que era cosa del pasado, y que el aparente dominio del modelo económico y político liberal había presagiado el fin de la historia. Ahora ha vuelto como una gran sombra en el horizonte de todas las decisiones de inversión importantes.
En este contexto, hace unas semanas la edición para los EEUU del semanario británico The Economist que se define a sí mismo como "un producto del liberalismo de Adam Smith y David Hume", publicó una nota de tapa a la que tituló "El CEO político". Ese artículo editorial ahora viene a poner en seria duda la actividad política de los CEOs. Al menos en los Estados Unidos.
En su artículo el semanario afirma que en los Estados Unidos los negocios y la política se están acercando con consecuencias preocupantes. "Cuando los estadounidenses notan que los negocios y la política se mezclan en otros países, a menudo ven eso como un signo de decadencia institucional, como capitalismo de compinches o incluso autoritarismo. Hoy en día, la mezcla de gobierno y corporaciones está sucediendo en Estados Unidos. A veces eso se hace en pos de causas honorables, como en la reciente protesta de los CEOs por las nuevas leyes que restringen la votación en Georgia y otros Estados de la Unión, y otras no".
"Como liberales clásicos creemos que las concentraciones de poder son peligrosas. Los empresarios siempre presionarán para su propio beneficio, pero cuanto más se acercan al gobierno, más grande es la amenazan de daño tanto a la economía como a la política. (...) por lo que la única forma legítima de mediar en las amargas divisiones de Estados Unidos y proteger sus derechos fundamentales es a través del proceso político y los tribunales y no en las suites ejecutivas".
En estas latitudes las cosas se ven de un modo algo diferente. La opinión pública, o al menos gran parte de ella, vería con agrado que los líderes empresarios salieran con más firmeza a promover la recuperación económica y a proponer caminos concretos que a ellos les faciliten el crecimiento sostenido y la generación de empleos más allá de qué partido está en el gobierno. Pero a más tardar desde el caso Vicentín se tiene la impresión que se han vuelto más cautelosos.
La grieta ha impedido cualquier posibilidad de entendimiento y política sensata de largo plazo. Cuando los malos de la película son los empresarios y al gobierno solo le interesa su reelección, la acción de comunicación política que pudieran emprender los CEOs probablemente sería cuanto menos inefectiva. Que se escuche la voz de los CEOs como actores y líderes sociales y económicos, como verdaderos "animales políticos", es fundamental en cualquier proceso democrático y republicano, pero no es suficiente cuando esas voces solo son unas pocas gotas en un mar de odios.
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